Esa
calvicie no tan prematura, la tez morena y el luto que le daban la
sudadera negra y el pantalón azul marino, lo hacían parecer un
cuervo con gafas.
Ella,
con su cámara lista, sólo veía la expresión alegre, pero sin
saber capturó el toque de amargura de los labios enmarcados por una
barba de dos o tres días.
El
obturador sonó y con ello atrapó la puerta cerrada detrás, negra
también, en contraste con mosaicos blancos, alacenas refulgentes, un
fregadero impecable y las toallas acomodadas.
Al otro día, a primera hora, dieron, por fin, un paseo. Él consintió en
ponerse una playera roja. No parecía gustarle que fuera un día tan
espléndido. Se detuvo a posar junto a una barranca.
El
miedo al vacío impidió que ella tomara la foto de frente. Él
salió, por lo tanto, a la izquierda, como si no quisiera estar ahí. Ella no se detuvo a mirar que fue rechazada; quiso retratar al viento, pero él no se movió.
Ya transcurrieron nueve años; ha cobrado más importancia el paisaje. Él,
se antoja como un pegoste y ella, por eso, lo dibujó: con el cabello entrecano, con la mirada sonriente.
Le inventó una cenefa amarilla a esa sudadera negra para quitarle lo
cuervo. Ella lo recuerda vivo, pero él está agonizante. Ella lo
imagina entero, pero él está dividido. Ella lo reclama suyo, pero
él no la quiso amar.